El refugio de Carmen Torres era una casita de campo
a las afueras de un pueblo. Hacía unos años, por una de esas casualidades del
destino, se tropezó mientras huía del estrés y de la angustia con un paisaje melancólico
y una casa en ruinas, a los que inmediatamente relacionó con su propia vida.
Pagó lo que le pidieron por la casa y el paisaje, reconstruyendo la primera y
cercando el conjunto, y a partir de entonces solo la mayor de las catástrofes
podría haber alterado sus ansiados, solitarios y rutinarios fines de semana.
El sábado por la mañana hacía compras de aquello que
consideraba exquisito, ponía rumbo al pueblo que atravesaba sin parar, habría
la pequeña verja y aparcaba junto a la entrada. Después de recoger lo justo y
necesario trabajaba en su pequeño invernadero. Una ducha sin prisas y una
comida suculenta, aderezada con tomates y pepinos criados con sus manos,
anticipaban una siesta gloriosa, de esas sin despertador. Y después leer, o no
hacer nada, o soñar despierta, o no pensar. Las noches de verano dormía con la
ventana abierta, atenta a los ruidos de la naturaleza que la mecían. Las del
invierno lo hacía arrullada entre varias capas de mantas, consciente del frío
exterior y del calor de su cama. Las mañanas de domingo discurrían siempre
rápidas, demasiado rápidas. Y según los años iban pasando cada vez le costaba
más abandonar esa soledad elegida, recoger y tomar el camino de regreso a la
ciudad. Por supuesto ningún tipo de artilugio de comunicación estaba permitido
en aquella casa, le costó esfuerzo, súplicas y amenazas el que su gente lo
entendiese, pero claudicaron cuando comprobaron los efectos de la ausencia en
la concentración y capacidad de trabajo renovados que cada lunes exhibía la
periodista.
Este sábado en concreto las ganas de perderse en su
refugio eran más grandes de lo normal. El desenlace de los asesinatos, con la
muerte de José Martínez y de la prostituta, y el posterior suicidio de Manzanos
habían obligado al equipo de redacción a vivir prácticamente en los estudios, y
a ella en concreto a no tener más intimidad que unas cuantas horas de sueño
dispersas sobre el sofá de su despacho. Necesitaba silencio para poner en orden
sus ideas. Las muertes la habían hecho daño en lo personal, incluso más de lo
que conscientemente era capaz de expresar. En su interior latía un sentimiento
de pérdida, de ausencia que necesitaba analizar y asumir, un imposible rodeada
de gente que iba y venía hablando sin parar. Realizó la balsámica rutina del
inicio del fin de semana mecánicamente, mientras sus pensamientos giraban en
torno a un punto escurridizo que no lograba centrar. Mientras comía un bistec
poco hecho con salsa de Roquefort se preguntó en voz alta sobre qué era lo que
había perdido, sobre qué era esa ausencia. Después se sirvió un café ligero con
leche, añadió azúcar y removió la bebida mientras encendía un cigarrillo. El sueño
iba haciendo presa en Carmen poco a poco, apuró su bebida y el tabaco, pasó por
el baño y se dirigió a su habitación. Se desvistió, se puso una camisa de
pijama de hombre, bajó la persiana y en apenas el tiempo que tardó en apoyar la
cabeza en la almohada se quedó dormida.
Tardó unos segundos en comprender que algo no iba
bien. Cuando despertó noto un objeto cálido y blando sobre su pecho, intentó
girar su cuerpo sobre la cama y no pudo, algo impedía a sus brazos y a sus
piernas moverse libremente. Abrió los ojos y no vio nada, y cuando todas las
alarmas de su celebro se dispararon a la vez he intentó gritar sus labios no se
movieron.
Vamos allá. Empieza el pánico. Noto como su corazón
se dispara bajo la palma de mi mano. Resiste Carmen, por favor resiste. ¿Tiene
algún problema cardíaco?, no lo sé, no pude recabar ese tipo de información. Se
agita con violencia, luchando. Veo sus músculos desnudos como se tensan y se
contraen, mientras las venas se hinchan esforzándose por devolver la sangre a
su corazón para que este la impulse de nuevo a las arterias a un ritmo brutal.
Un minuto, el ritmo cardíaco se mantiene, sigue luchando. Dos minutos,
disminuyen las convulsiones en brazos y piernas, su cerebro regula el flujo
sanguíneo dirigiéndolo hacia sus áreas vitales. Los pies y las manos, las
pantorrillas y los antebrazos adquieren lividez, si ahora los tocase estarían
fríos. Tres minutos, empieza a disminuir el ritmo cardíaco, los músculos del
estómago y de su cuello se relajan parcialmente, deja de dar tirones a sus
ataduras. Cuatro minutos, las aletas de su nariz palpitan mientras administran
el aire a un ritmo todavía alto, pero dentro de los parámetros admisibles.
Cinco minutos, Carmen ha vuelto, ahora me toca a mí.
-No voy a matarte-, digo lo más tranquilo que sé. La
respuesta es un nuevo aumento de su actividad cardíaca y rigidez muscular.
Espero a que se relaje mínimamente,
-No voy a abusar de ti-. Ella empieza a sudar, creo
que es una buena señal. Su cuerpo me dice que está en una función mucho más
compatible con la normalidad que la arritmia brutal de hace unos minutos.
-No voy a matarte, ni voy violarte-, repito de
nuevo, espero cinco segundos y hablo de nuevo.
-No puedes moverte porque estás atada a tu cama. No
puedes ver porque te he vendado los ojos. No puedes hablar porque tienes cinta
tapándote la boca. Si has comprendido agita la cabeza de arriba abajo-. Un par
de segundos después obedece. El ritmo de respuesta es todavía bajo, espero diez
segundos esta vez antes de continuar.
-Lo que notas sobre tu pecho es mi mano derecha,
está ahí para comprobar los latidos de tu corazón. El motivo por el que estás
desnuda no es otro que controlar cuánta tensión está soportando tu cuerpo. ¿Me
has comprendido?-, nueva respuesta afirmativa, un segundo. Rubor en las
mejillas como respuesta a su desnudez. Voy bien, una respuesta psicológica
frente a la de supervivencia animal anterior. Ya le he dado zanahoria, veamos
cómo responde al palo.
-Lo que notas en la vagina y en el ano son dos
varillas de acero inoxidable, están unidas a unos cables que a su vez están
conectados a un potenciómetro. Ese aparato me permite regular la corriente
eléctrica de cero a doscientos veinte vatios. No voy a matarte ni a violarte,
pero quiero tu atención y que seas absolutamente franca y honesta. No me
apetece usar la tortura contigo, pero lo haré si entiendo que no cumples mis
reglas, ¿de acuerdo?-. La respuesta es un nuevo aumento de las palpitaciones, dos
contracciones de sus genitales y su ano, después una absoluta inmovilidad,
perfecto.
-un par de cosas más y te quitaré la mordaza. Gritos
o pérdidas de control igual a dolor, ¿sí?. Bien. Si necesitas beber, comer,
orinar o defecar dímelo y yo me encargaré. Intenta dejar de lado las normas
sociales o la vergüenza, créeme si te digo que en tu situación son
irrelevantes-.
Despego la cinta americana de sus labios lo más
despacio que puedo, intentando no hacerle daño. Vuelvo a colocar mi mano sobre
su pecho y espero sus primeras palabras sabedor de su importancia,
-Estoy muerta de miedo-, me dice intentando buscar
compasión o aplicando lo de ser sincera, todavía es demasiado pronto para que
yo aprecie el matiz,
-es lo normal-, respondo neutro por si es solo
compasión lo que pide, y guardo silencio.
-¿qué es lo que quieres de mí?-, pregunta y de nuevo
vuelvo a sentir su miedo.
-En realidad no he venido a pedirte nada, más bien
tengo algo que ofrecerte. Escucha atentamente. Cuando esto termine estarás en
una encrucijada, la elección sobre lo que harás o dejaras de hacer será tuya, y
yo habré acabado mi trabajo contigo. Tienes los labios secos, lo que voy a
introducirte en la boca es un tubo de goma por el que puedes beber agua, no te
asustes-. Buena respuesta, busca el tubo y no rehúye el contacto de mis dedos
contra su boca. La relación de dependencia se establece sin rebeldía, y creo
que aún es demasiado pronto como para que sea un intento racionalizado de
control por su parte. Vuelvo a colocar mi mano entre sus pechos, lo acepta, es
el único contacto humano que tiene en este momento y todo un clásico en la
psicología de la tortura. Lazos entre torturador y torturado, incomprensible
para quien no haya pasado por la experiencia.
-¿Intuyes quién soy?-, pregunto,
-¿un psicópata?-, me contesta. Bien, es valiente y
no ha ocultado un mínimo grado de desprecio. Necesito esa actitud más adelante,
pero ahora debo inculcarle quien tiene el absoluto control. Subo la aguja del
potenciómetro hasta veinte, cuento tres segundos y lo bajo de nuevo a cero. Sé
que lo que ha notado ha sido un suave cosquilleo. Vuelvo a colocar mi mano
entre sus pechos, el corazón vuelve a latir con fuerza, espero a que se calme,
-¿Sabes quién soy-, le repito,
-no-, responde sumisa,
-soy quien mató al obispo, al diputado y a su novia,
a Barros, al jugador y a su prostituta. Soy quien preparó todo para hacer caer
la culpa sobre Manzanos, y todo para que llegara el justo momento en el que tu
y yo nos encontramos ahora-,
-no entiendo, lo siento, pero no entiendo nada de
todo esto-, responde en cascada mientras vuelven los rápidos latidos. Le hago
callar poniendo suavemente mi mano sobre su boca, y espero a que de nuevo se
relaje.
-Tranquilízate. Te contaré los cómo, después los
porqué, y después de eso acabará tu pesadilla, me iré como he venido. Lo que
quiero es que simplemente escuches, que preguntes lo que creas oportuno y que
actúes limpiamente si tienes que decir algo. Olvida todo intento de manipular
la situación, simplemente no puedes. Lo que quiero de tu cerebro es lo que tengo
de tu cuerpo, la absoluta desnudez-.
El discurso parece tener efecto, aunque por supuesto
no me fio. Creo que piensa que soy una especie de admirador chiflado o algo por
el estilo. Es ahora cuando debo ser capaz de convencerla con palabras de que
digo la verdad,
-Maté al Obispo García en su despacho, a las diez y
diez minutos de la mañana del veintisiete de abril, hace cuarenta días. Usé una
barra de acero redonda de veinticinco por trescientos cincuenta milímetros…-,
Durante un tiempo indeterminado, Carmen había
perdido esa noción, escuchó el discurso de su secuestrador a la par que
intentaba evaluar su situación. Lo segundo era una batalla perdida, estaba a
merced del hombre, así de simple y así de claro. Aquel leve hormigueo en su
vagina y en su ano habían sido suficientes para aceptar el hecho, y una vez
asumido eso era perfectamente consciente de que, poco a poco, el verbo de aquel
hombre estaba haciendo blanco en su interés, era claro que estaba más que
acostumbrado a hablar en público.
Por supuesto que aquella primera afirmación sobre
que él era el asesino le pareció la alucinación de un desequilibrado, pero a
medida que avanzaba por aquél horrible relato de muertes había cosas que le
hacían dudar cada vez más sobre su primera impresión. No eran los actos
descritos en sí mismos, sino los detalles sobre lo que el tipo decía haber
sentido los que modificaban la balanza. Le hablaba de cómo había matado, pero
también del miedo, de la angustia, de la culpa y del dolor que le había causado
hacerlo. Lo hacía sin disculparse, asumiendo su naturaleza monstruosa como
Carmen creía que lo haría un psicópata, pero a la vez era como la descripción
que un soldado hace de sus experiencias, horribles, lógicas y absurdamente justificables
en su objetivo. Ella incidía con preguntas sueltas cada vez más en sentimientos
y menos en detalles escabrosos, intentando buscar los porqués y dejando a un
lado el resto,
-puedes insistir sobre eso, pero no te lo descubriré
hasta que no sea el momento-, le contestó el en una de esas ocasiones, y ella
fue perfectamente consciente de que él sabía que tenía esa atención que reclamó
con la descarga eléctrica.
Unos instantes después la atención de Carmen se
desdibujó, tenía la vejiga a punto de estallar,
-Necesito ir al baño-, dijo interrumpiendo al
hombre, que paró su discurso,
-tienes un empapador colocado bajo tus nalgas-, dijo
él mientras le retiraba la mano del pecho, -ahora lo plegaré sobre tus
genitales y hare presión-,
Carmen notó como algo parecido a una tela gruesa y
suave le cubría, después notó la mano del hombre detrás,
-Esto es de locos, simplemente no puedo orinar así-,
-Puedes-, dijo él, y un cosquilleo conocido alteró
sus músculos, e hizo que el torrente de orina escapase a cualquier intento de
control por su parte hasta que no fue expulsada la última gota.
Carmen notó el rubor en sus mejillas. Tensa, no
movió ni un músculo ni emitió una sola palabra mientras el hombre volvía a
desplegar el empapador, limpiaba con delicadeza y detalle hasta el más intimo
de sus rincones, la izaba sujetándola por las nalgas y colocaba un empapador
seco. La mujer notó perfectamente como le extraía lo que fuera que tenía en el
ano, y después como hacía lo propio en su vagina.
-esto ya no será necesario-, oyó. Si pudiese ver la
cara del hombre habría visto una sonrisa extraña mientras pasaba un dedo por la
pequeña barra de acero inoxidable, el líquido levemente viscoso que la cubría
no era orina.
-voy a recoger esto, vuelvo en un momento-, le digo
para que tenga tiempo de relajarse. En realidad estoy a pocos metros de ella, y
la prueba consiste en conocer su reacción a mi ausencia. Si no aprovecha para
gritar y pedir auxilio vamos bien, sea porque quiere saber más o por miedo, me
valen cualquiera de los dos o una mezcla de ambos. Si grita, bueno, tendré que
replantearme qué hacer con ella. Permanece en silencio mientras la observo. Es
curioso como respondemos a lo extremo, lo que acaba de pasar es prueba de cómo
ante una situación límite, si se alarga lo suficiente o se manipula
correctamente, terminamos por normalizarla de una manera u otra. Mayor razón
para hacer lo que hago. Si un solo individuo responde a la indefensión adaptándose
a ella, un pueblo entero hará lo propio, aunque esta mujer pueda acabar muerta a
mis manos o el pueblo idiotizado, cosas que prefieren obviar pues ese es su
mecanismo de defensa.
Gira la cabeza de un lado a otro, empieza a
impacientarle mi tardanza, o quizá crea que me he ido. Coloco de nuevo mi mano
entre sus pechos, se relaja. Dos horas y quince minutos, el vínculo está
cerrado.
Durante la siguiente hora acabo con el relato de los
hechos. Creo que he sido justo al sumar datos y sentimientos, pues también son
hechos mis percepciones personales o mis dudas. Es lo menos que le debo por la
situación en la que la he colocado, y le doy así, mostrando mis debilidades, la
suficiente confianza como para reprochar y atacar mis actos.
Pasa de puntillas sobre los otros asesinados para
centrarse en Barros, en la novia de Palacios y en la prostituta. Previsible el
primer nombre, pues fue una persona muy cercana a ella, y me complace el que me
acuse de matar a personas con un grado de inocencia mayor que el resto, pues
diferencia a inocentes de otros aun más inocentes, me conviene ese matiz,
-me resulta atroz el que fueses capaz de asesinar a
esas mujeres solo porque estaban en el lugar equivocado, o porque las
necesitaras para llegar a los otros. En cuanto a Barros, era una buena persona…
y un maestro. No hay excusa posible-, me reprocha con contundencia,
-es cierto, es atroz matar inocentes, y sé que
Barros era una buena persona-. Le contesto. -Lo cierto es que matando a esas
mujeres lo que eliminé fueron personas, y eso revela que soy un monstruo. De
igual manera la muerte del resto tampoco tiene excusa, y no me excuso. La
cuestión es otra y obvia, casi estúpida por su simpleza. Los personajes
públicos son para el público personajes, como lo eres tú. Ríes, lloras, amas y
odias, sueñas, te enfadas, comes, naciste y te morirás y todo eso te iguala al
resto del mundo, pues eres persona. Pero además tienes la condición de
personaje, habrá quien te admire y quien te odie, pero el hecho de ser un
personaje popular te da la cualidad de transmitir tus valores. Si sumas a eso
el que después de la muerte de Barros, has heredado una posición privilegiada para
influir en los valores de las personas mostrando los tuyos propios sabrás
porqué estoy aquí-,
-no tiene sentido el que me pidas que sea correa de
transmisión de un asesino, no lo haré-, me interrumpe,
-no te lo estoy pidiendo, sé que es absurdo. Eres tú
quien elegirá que hacer o que no hacer, ya te lo dije. Yo solo te informo de
cómo lo hice, y ahora te diré porqué. Antes de empezar, ¿necesitas algo, tienes
hambre?-.
-le doy de comer fruta que previamente he troceado.
Mastica y gira torpemente la cara cuando percibe mis dedos cerca de su boca, y
una gota roja resbala por su mejilla cuando atrapa con sus dientes un trozo de
sandía. Se la limpio, al igual que sus labios. No pone ningún reparo,
simplemente se deja hacer. Me pide que le encienda un cigarrillo, y cada vez
que coloco la boquilla entre sus labios noto su calor como ella nota el roce de
la punta de mis dedos. La escena tiene una carga erótica evidente, creo que
para los dos. Recelo de mis pulsiones tanto como de las suyas, no estoy aquí
para esto y este es el límite, no obstante es positivo para mi propósito,
refuerza el vínculo. Cuando termina de fumar le pregunto si quiere algo más.
Tarda tres segundos en responder que no, saco mis propias conclusiones. Es hora
de ir acabando-.
-Imagina un enfermo, al que después de mucho tiempo
de sufrimiento logran sanar. La noticia de su recuperación le llena de
satisfacción, está eufórico, y se dice a si mismo que vale la pena luchar, que
la tenacidad y la fe por vivir le han hecho un hombre nuevo, que aplicará todo
lo aprendido, todo lo que valora, todo en lo que cree en hacer durante el resto
de su vida de esos valores su bandera. Diez años después los reveses, la
cotidianidad y la normalidad lo han convertido en uno más. Recuerda de vez en
cuando sus aspiraciones tras la enfermedad, pero se dice a si mismo que remar
contra corriente no es para él, mientras que paradójicamente admira a quienes,
de una forma u otra, representan algo de lo que él creyó que podía llegar a
ser. Ve una película y le encantaría ser el héroe, ve una chica en una serie de
televisión y por un momento sueña con ser él quien la besa al final, oye a un
cura hablar de injusticias y desde su sofá se suma a la causa durante los dos
segundos que logra retener la información, admira a un político joven que
parece que puede que tal vez llegue a tener opinión propia, y hasta igual es
posible que se lo crea y que le vote; hace suya la opinión de un periodista
sobre una guerra injusta que ni siquiera se preocupa de situar en un mapa, o
simplemente se desgañita alabando las bondades de un niño golpeando un balón…,
lo cual no será óbice para que el lunes a las seis fiche y venda barato ocho
horas de su vida a una multinacional a quien no le importa en absoluto. Si
extrapolas este ejemplo a este país y a este momento, puede que llegues a la
conclusión de que tras una larga enfermedad, hubo un tiempo en que la esperanza
fue tan protagonista de su futuro como hoy es la desesperanza en su presente.
Esta no es una historia de inocentes, sino de algunos culpables por acción u
omisión, y de un enorme número de personas, las que viven en este país, que
alguna vez soñaron con ser ciudadanos, y se han convertido en simples peones de
un sistema que ha logrado convencerles de que no hay otro modo de hacer las
cosas, que el que el propio sistema impone. Maté a los personajes que maté
porque solo hay una forma de reventar una olla a presión, que no es otra que
inutilizar la válvula de escape. Los asesiné porque cada uno de ellos
representaba una esperanza vana y artificial, al servicio del sistema, cuyo
objetivo lo supieran ellos o no era perpetuar la dependencia, el borregismo, la
opinión más o menos uniforme pero siempre dentro de su orden. No atenté contra
el poder porque es un monstruo de muchas cabezas, y por cada una que cortes dos
vendrán a sustituirla. He matado la esperanza dispersa, los satélites incapaces
de ser planeta, para que nazca una nueva esperanza-.
Paro mi discurso. Mi mano me cuenta que su corazón
late de nuevo rápido, es hora de finalizar.
-Eres una persona valiente, no es muy común hacer crítica
de uno mismo y hacerla públicamente. Sé que lloraste la perdida de todos los
que maté y eso te hace persona, como sé que te creces en los momentos difíciles,
y este momento es el ejemplo perfecto. Sé que te importan los más débiles
porque no has dudado en acusarme de ser un monstruo asesino mientras estas en
las manos del monstruo asesino que los mató. Has escuchado mis confesiones
aunque cualquier psicólogo estúpido habría desestimado mis palabras pues son las
de un loco. La encrucijada de caminos de la que te hablaba, lo que harás o lo
que no harás, es simple. Tienes la oportunidad de aunar en ti todas las
esperanzas a las que he dejado huérfanas, la ocasión de ponerte frente al país
y despertarlo de su letargo, de hacerlo protagonista de su presente y de su
futuro, de convertir a los anónimos en ciudadanos. Tu misma lo dijiste en la
cocina de tu casa, mientras llorabas. Después de la muerte de Barros, tú eres
la voz-.
Dejo de hablar mientras sonrió por las omisiones, no
es conveniente ahora recordarle que al igual que todo lo que he dicho de ella
es lo que realmente pienso, me he callado su ambición, que la ha llevado a
estar donde profesionalmente está, y con la que cuento para que se sume a mis
pretensiones. Ella permanece callada un momento, mientras su corazón va
acelerándose y sus mejillas se ponen rojas. Luego, por fin, estalla,
-¿eso es todo?, ¿acaso crees que asesinando,
atándome y humillándome, voy a hacer del resto de mi vida el sueño de un loco?.
No quiero morir, me da pánico que decidas matarme. Mírame, mira como estoy,
desnuda y atada. ¿Y tú me dices que yo soy la esperanza de un pueblo?. Yo solo
quiero ser quien soy, una mujer. Solo quiero vivir…, de una puta vez, y estar
en paz-. Calla durante unos segundos, y su corazón se calma. Luego gira
lentamente la cabeza hacia donde estoy, hacia el sitio desde donde le llega mi
voz. Me mira a través de la venda de sus ojos,
-¿Es así, como estoy ahora, como tú ves a la
esperanza?.-
-Si Carmen, así la veo. Exactamente como tú estás
ahora. Y cuando me vaya y no tengas nada que te ate ni te ciegue harás
exactamente lo que tú creas que debes hacer, no lo que yo desee ni lo que
quiera nadie, solo lo que quieras tú. No vas a morir, Carmen, yo jamás podría
matarte. Te garantizo que eres una gran mujer, la más valiente que he conocido,
y te deseo esa paz que añoras. Ojalá algún día puedas perdonarme por haberte
hecho sufrir, lo siento-.
Espero unos segundos y lamentándome para mis
adentros, termino.
-Ahora recogeré
mis cosas y me iré, pero antes ¿te apetece un poco de agua?, tienes la boca
seca-.
Cambio el tubo de goma de la botella que he
utilizado a la que contiene el mismo fármaco que puse en el azucarero, estará
dormida en un cuarto de hora,
-¿necesitas algo más?-.
Esta vez orina sin ningún tipo de ayuda. Contemplo
sus pechos temblar con el roce de la toallita húmeda en sus genitales, y un
gemido en forma de susurro me dice cuando debo de parar, “no he venido a esto…,
pero me encantaría”. Coloco de nuevo mi mano entre sus pechos mientras el somnífero
empieza a hacer efecto.
-No te puedes imaginar cuanto lamento haberte
conocido en estas circunstancias-, le digo al oído. No sé si me ha escuchado
antes de dormirse.
Desato sus brazos y piernas, le quito la venda de
los ojos y giro su cuerpo en busca de daños por lo prolongado de la postura,
los talones, los glúteos y los hombros están un poco blanquecinos, pero tras un
breve masaje vuelven a un rosado natural. Vuelvo a ponerle la ropa interior y la
camisa del pijama, la coloco de costado y la arropo. Recojo todos y cada uno de
mis útiles y los introduzco en una bolsa de basura. Hago una detallada
inspección del lugar, tras la cual salgo de la habitación. Casi a punto de
salir de la casa me detengo, voy a cometer una estupidez a sabiendas de mi
error, pero lo cierto es que me apetece hacer un envite a la suerte y al
destino, aunque más que apetecerme es una necesidad que no sé definir. Saco de
la bolsa uno de los pañuelos de raso blanco que he utilizado como ligaduras y
lo dejo atado al cabecero de la cama. Es una mujer muy hermosa, pienso mientras
la miro por última vez.
De vuelta a la ciudad paro en un restaurante, en un
buen restaurante. Tiro la bolsa al contenedor de basuras y una vez sentado pido
un desayuno pantagruélico. Llevo demasiadas horas sin comer nada, y eso unido a
la tensión, y por qué no decirlo, a la excitación continua de tener desnuda y
atada a Carmen durante tanto tiempo me hace tener un apetitito voraz, de animal.
Un buen vino acompaña el temprano banquete. Gran día, ya casi todo está hecho,
pero no puedo evitar una punzada de dolor por Carmen, esto es de locos.
Carmen Torres se estremeció. Movió una pierna
lentamente hasta hacer tope con la otra, y solo entonces se atrevió a abrir los ojos. Estaba en su cama, en su
habitación, y la luz del sol se filtraba a través de las rendijas de la
persiana. Se llevó una mano al pecho esperando o temiendo encontrar otra, pero
solo encontró los botones de su pijama. Se incorporó y miró al frente buscando
algo fuera de lugar, se levantó y subió la persiana. Un magnífico día le hizo
entrecerrar los ojos. El verano le anunciaba su llegada. Salió de la habitación
sin mirar atrás, la coqueta casita le transmitió la más absoluta de las
normalidades y el reloj de la cocina la acabó de situar, eran las diez y veinte
de la mañana. Mientras se duchaba se negó a pensar, e hizo lo propio mientras
desayunaba, solo después de la primera calada de un cigarrillo abrió
completamente el grifo de sus pensamientos.
Este había sido el sueño más aterrador, real y
excitante de toda su vida. La extraña mezcla de pensamiento racional, miedo cerval
y erotismo latente la hicieron sonreír nerviosa y a medias. No sabía que su
subconsciente tuviera pretensiones políticas. Era lógico su pánico a acabar
asesinada como Barros y los demás, y definitivamente llevaba demasiado tiempo
en dique seco. Mientras recogía la casa seguía dándole vueltas al mensaje del
sueño, a lo de aunar la esperanza en un solo ser, en un momento concreto y ante
una situación determinada. Se dijo a si misma que la mejor de las venganzas
contra alguien como Iván Manzanos, sería precisamente que sus asesinatos
sirvieran a la causa contraria. Hacer de peones del pensamiento único ciudadanos
de libre pensamiento, no estaba mal como idea y le gustaba el haberse escogido
a sí misma para capitanearla a través de sus sueños. Su autoestima, su ego y
ella brindaron al unísono. Luego estaba el tema de la voz del hombre. Carmen
juraría haberla oído en alguna parte, aunque le era imposible recordar donde y
ponerle cara. Suponía que era la de algún conocido o de alguien a quien había
entrevistado, pero se le escapaban los detalles de quien y cuando. Lo que
estaba claro era que había despertado sus pasiones…, y por lo visto de forma
subliminal.
Cuando terminó de recoger fue a la habitación a
vestirse, era la hora de volver a la selva. A medias de acabar, algo reflejado
en el espejo del tocador llamó su atención, un pañuelo blanco de raso estaba
anudado al cabecero de la cama. Carmen Torres se tapó la boca con ambas manos y
comenzó a temblar violentamente.
En cuanto le dieron el alta en el hospital Marta y
Ana salieron corriendo. Hicieron que el coche corriera por la ciudad y entraron
en casa corriendo. Unos minutos después un gato era testigo, tumbado a los pies
de la cama, de cómo dos mujeres se miraban a la cara la una vuelta hacia la
otra, sin decir nada. Ana despejaba de la cara de Marta un mechón de pelo
rebelde, cuando lo consiguió uno de sus dedos comenzó a describir líneas lentas
sobre la frente que acababan allí donde unos puntos de sutura nacían, se perdió
un rato en las cejas y luego acarició los párpados cerrados. Después siguió su
camino hacia la nariz lentamente, como si estuviera memorizando cada uno de los
rasgos que tocaba. Marta abrió los ojos, frente a ella un rostro hermoso, sincero
y en paz lloraba sin ocultar ni una sola lágrima. La respuesta a la pregunta de
por qué lo hacia se hizo esperar varios segundos y un suspiro,
“porque ya sé que hay bajo mi piel, tú”.
Una sonrisa desdentada sonrió, un brazo escayolado
estorbó, y una cara se escondió del mundo entre la calidez de unos pechos.
Ninguna de las dos mujeres necesitaba en ese momento nada más. Tal vez más
tarde el deseo vendría a visitarlas, y probablemente sería bienvenido, pero lo
que tocaba en ese momento era refugiarse la una en la otra, pegadas, solas y en
silencio, con un gato como único testigo.
-Soy Gabriel, tengo que verte. Te espero en el bar de
Paco en media hora-.
Gafas de sol, una camiseta, vaqueros y zapatillas de
mercadillo. Sol de principios de verano, una cerveza fresca. Si algún
comerciante fuera lo suficientemente hábil como para enlatar todo eso y
exportarlo al frío norte se haría de oro. Éxtasis Mediterráneo, todos los
derechos reservados.
Otro trago y le veo venir, está más viejo. Diez años
no pasan en vano y menos para el Director de la Seguridad Nacional. Paco está
en la puerta del bar, una mano apoyada en el dintel. La otra, bajo el ridículo
delantal, amartilla sin disimulo su vieja Makarov.
-¿Has sido tú?-, me increpa cuando llega a la mesa,
-Esa no es forma de saludar a los viejos amigos, Roberto-,
-!¿Has sido tú?!-, repite perdiendo un tanto los
estribos. Un clic suena bajo el delantal de Paco, dos hombres a mi izquierda y
otro a diez metros de la escena mantienen sus manos ocupadas en un curioso caso
de picor contagioso de axilas,
-está bien, Paco. Anda, trae un par de cervezas y
sírveles también a los agentes, se deben estar cociendo con esos trajes. Y tú,
deja de decir gilipolleces y siéntate, por favor-. Le digo con una sonrisa
abierta, al tiempo que señalo la silla.
-Supongo que me preguntas por los asesinatos de Iván
Manzanos. No seas ridículo Director. Sabes perfectamente que dejé la profesión
hace años. No lo recuerdo muy bien, pero creo que mi último encargo fue por tu
cuenta. Además, me resulta ofensivo que pienses que yo podría hacer las cosas
tan mal…-.
-Tú le dijiste a Marco que…,-
-Yo le dije a Marco que le pagaría mi deuda, y que
después de eso haríamos cuentas. Las pajas mentales que tú y él os hagáis es
asunto vuestro, no mío. Supongo que a Marco la edad le hace chochear, pero no
contaba con que tú te hubieses vuelto estúpido-,
-No me lo trago Gabriel-, insiste más calmado,
-me da igual lo que seas capaz de tragar o lo que
no. Me deberías conocerme lo suficiente como para saber que si hubiera querido
agitar este puto país, a quien le hubiese saltado la tapa de los sesos habría
sido al propio Marco, o al jefe de los banqueros, o al payaso del Presidente
del Gobierno o a ti mismo. Estáis todos vivos, así que evidentemente no he sido
yo-, le contesto un tanto irritado.
Paco llega con la bandeja llena de cervezas. Deja
dos en nuestra mesa y se dispone a llevarles el resto a los escoltas.
-gracias Pável-, le dice el Director.
El se da la vuelta y contesta con un simple “aquí
soy Paco”, escupe en el suelo y se aleja.
-¿Algún muerto más que quieras colgarme?-, le
pregunto,
-¿Qué haces aquí?-,
-Nací aquí, ¿recuerdas?. Vale, está bien. “Metamorfosis
de las Sociedades Mediterráneas”, le digo sacando un fajo de folios de mi
bolsa. Es un estudio comparativo entre los países mediterráneos de la evolución
social experimentada a lo largo de las dos últimas décadas, o dicho en un
idioma que alguien como tú pueda entender, como ha cambiado el patio en
comparación con el de nuestros vecinos de veinte años para acá. Lo publicaré
este invierno, y será un éxito entre los cuarenta que nos dedicamos a esto. ¿Te
sirve mi respuesta?. Si no hubieseis cancelado la necesidad de pasaporte en la
Unión Europea podrías examinar un montón de sellos, que te dirían que llevo más
de un año dando vueltas por ahí y por aquí. De todas formas supongo que lo
confirmarás por otros medios, pásalo bien mientras lo haces-.
-¿Porqué me has llamado?-,
-Empiezas a cansarme, Roberto, no cometas ese error,
no te conviene. Ya te lo he dicho antes y tú te has empeñado en decir tonterías
en vez de escuchar, tengo la solución para que Marco, tu querido Presidente, se
muera tranquilo-,
-dímela-,
-no amigo. Sigues siendo el burócrata cabrón de
siempre, no eres de fiar. Los oídos de Marco serán los primeros que escuchen lo
que tengo que proponeros. Y ahora relájate y bebe tu cerveza. Por cierto, un
consejo, viste a tus perros como a personas normales. Cualquier tirador ciego
los abatiría sin ningún esfuerzo-.
El Director mira las terrazas mientras apura su
cerveza,
-pasado mañana a las seis de la tarde te esperaré
frente a la casa de Marco. ¿El de la segunda terraza a mi derecha es Misha?-,
pregunta,
-desde que tú le diste papeles nuevos, por la cuenta
que te tenía, prefiere que le llamen Miguel-, le respondo.
-te siguen siendo leales desde los tiempos de
Sarajevo-,
-entregarles en una caja la cabeza del asesino de
sus familias crea lazos, Director. Tú estabas allí, deberías recordarlo-.
Arteaga, apenas a diez metros por detrás de su jefe
percibió parte de la conversación…, y se le pusieron los pelos de punta. Tenía
su cerveza intacta y los nervios al ciento veinte por ciento de su capacidad.
No tenía ni idea quienes eran aquellos tipos, el camarero gordo y armado que le
había entregado la bebida con una sonrisa amenazadora, y el otro con el que
hablaba el Director, pero todo el instinto heredado de años como profesional de
inteligencia le gritaba para que mantuviese la guardia erguida.
Cuando su jefe se levantó el le siguió dos pasos por
detrás, colocándose instintivamente entre él y aquel sujeto, y solo cuando
abandonaron la plazoleta se colocó a su altura y se atrevió a preguntar,
-¿Qué ha sido todo esto?-,
El Director se paró, sacó de su chaqueta un paquete
de cigarrillos, extrajo uno y lo encendió nervioso, muy nervioso,
-nada. No has visto nada, no has oído nada. No
olvides nunca que hoy no ha existido. Déjaselo claro a los otros dos-.
Dos días después de salir del hospital, Marta se
miraba en el espejo del dormitorio, mientras Ana la contemplaba apoyada en el
quicio de la puerta,
-¿Vas a ir a ver al Director de la Seguridad del
Estado así?-, le preguntó mientras enarcaba una ceja,
-Si, ¿te gusta?, contestó Marta,
-estas…, muy guapa-, “me rindo”, pensó Ana mientras
ponía la mejor de las sonrisas, “es lo que hay, que sea lo que Dios quiera”.
-bueno, me voy. No dejes todo por el medio. No le
des al gato más galletas, parece una bola y lo tienes todo el día detrás ti
mendigando. Si vas al gimnasio procura que no te den en la cara. Si ves a los
gemelos o a Arteaga les das recuerdos. Cuando acabe te llamo y tomamos algo en
el bar de siempre. ¿No piensas darme un beso?. Se me olvida algo, a si, la
mochila. Te quiero, péinate un poco o hazte algo, estás horrible. Hasta luego
cielo-, soltó Marta del tirón y salió de la casa como si fuera un remolino.
Ana resopló. El gato salió de algún sitio y se la
quedo mirando.
-Al fin solos tu y yo, ¿te apetece una galleta?-, el
gato la siguió hasta la cocina.
El primer control de seguridad lo pasó sin
problemas, ya la conocían de las reuniones que el grupo había tenido en el
edificio, aunque a Marta le pareció que la miraban raro y la trataban aún más
raro. El mismo agente que nunca le dijo ni pio ahora la trataba de usted. En el
segundo control, el de acceso a la secretaría y al despacho del Director, la
cosa fue aun más chocante, el agente miro varias veces la identificación y la
cara sonriente de Marta, dudó unos instantes y después anunció al secretario
del Director que la Inspectora de Policía Iglesias ya había llegado.
El secretario estaba ansioso por conocer al cerebro
del grupo que había logrado capturar a Manzanos, a la mujer que había sido
herida enfrentándose sola al asesino. Los medios de comunicación la habían
ensalzado como a una auténtica heroína, aunque omitiendo su identidad por
motivos de seguridad; hasta en la propia “casa” se hacían conjeturas sobre la
identidad real de la mujer, pues lo cierto es que casi nadie conocía el aspecto
de la inspectora, y los que la conocían sonreían misteriosos cuando se les
preguntaba. -Hágala pasar, por favor-,
La muchacha que entró en los dominios del secretario
no aparentaba tener más de veinte y pocos años. Una melenita ondulada de color
castaño estaba sujeta por unas gafas redondas de sol de color azul. De la parte
alta de la frente nacía una herida reciente, cosida con sutura, que se le
perdía entre el pelo. Llevaba puesto un vestidillo blanco y suelto que le
llegaba hasta las rodillas, y unas zapatillas de loneta rojas. Su brazo derecho
lucía una aparatosa escayola completamente llena de firmas y dibujitos, sujeta
al cuello por un pañuelo morado, y cuando se acercó el hombre comprobó que
lucía pequeñas pecas seguramente producidas por el incipiente sol de verano.
-Hola, soy Marta Iglesias. Tengo una cita con el
Director-, y sonrió.
Nunca el secretario del Director había pedido a
nadie su identificación, se suponía que había controles previos que se
encargaban de eso. La visión de un hueco en aquella sonrisa, sumado al resto,
le hizo rectificar. Lo primero que aquella chiquilla sacó de su mochila de
hippy fue una pistola semiautomática Glock de nueve milímetros completamente
nueva, que dejó distraídamente sobre la mesa mientras buscaba su carnet y su
placa,
-es un regalo de mi novia, Ana Conti. ¿La conoce?, trabaja
aquí. A mí me gustaba más la que tenía antes, pero según Ana se perdió cuando
me atropelló Manzanos en el puticlub, aunque si le digo la verdad creo que la
ha tirado a la basura, se ponía mala cada vez que la veía. Dice que no servía
ni para espantar a las moscas. Ya apareció, tome, mi placa-,
El secretario miró varias veces la identificación y
la cara de Marta,
-Bien inspectora Iglesias, puede pasar. No se
preocupe por su pistola y por su… bolso. Yo se lo cuidaré encantado-. Un solo
pensamiento rondó por la cabeza del serio secretario cuando la mujer pasó al
siguiente despacho, “acojonante”, y no pudo resistirse a sonreír.
El Director enarcó una ceja cuando Marta entró en su
despacho, pidió a la joven que se sentara y empezó a hablar dejando a un lado
las presentaciones y los convencionalismos,
-Me comenta el capitán Arteaga que ha rechazado el
puesto de analista que se le ha ofrecido, y que usted sugiere que la
contratemos como asesora externa. No entraba en mis planes ese planteamiento,
así que le ruego me explique por qué he de cambiarlo-,
-señor, es una cuestión práctica. Es usted quien ha
acudido a mí. Me siento alagada por ello, pero eso no significa que no saque
ventaja de la situación, ofreciéndole a cambio algo de lo que no dispone. Verá,
como su subordinada tendría que acatar sus órdenes y seguir la política de la
institución, pero como asesora podría decir lo que pienso, usted gana y yo
también. Usted gana consejo y crítica, yo libertad-. Respondió Marta con
seriedad.
-¿Cree que Seguridad del Estado necesita consejo y
crítica, y que es usted la persona idónea para hacerlo?-, preguntó el Director
mientras empezaba a fijarse más en la mente de la Inspectora que en su físico,
tenía la sensación de que acababa de iniciar una partida de ajedrez sin haberse
dado cuenta,
-lo segundo lo tendrá que decidir usted, señor. En
cuanto a lo primero, no lo dudo en absoluto. Si me lo permite, se lo explicaré
con el caso de Manzanos-,
-Salen blancas- dijo, y ante la mirada interrogativa
de la inspectora añadió, -adelante, la escucho-,
-gracias señor. Verá, cuando un caso de la
relevancia de este no se ata, tarde o temprano acaba soltando mierda. Tengo
dudas sobre la autoría de los asesinatos, Iván Manzanos no da el perfil. Es posible
que lo hiciera, no digo que no, pero no es probable-.
-Tiene usted todo mi interés, inspectora, prosiga-,
-le ruego que no me interrumpa. Lo siento, no
pretendo ofenderle, pero es que si no lo suelto de seguido me lío-,
-perdóneme usted, he oído que sus planteamientos son
un tanto peculiares, no debería haberla interrumpido-, respondió entre
intrigado y sonriente el Director,
-gracias señor-, dijo Marta mientras se ponía en pie
y comenzaba a dar vueltas por el despacho,
-bien, las pruebas. En el hospital me aburría, a
pesar de los esfuerzos de Ana, mi novia, para sacarme de mis casillas. Así que
le pedí a Navarro, mi jefe, que me trajera la documentación del caso-.
-Una de las cosas que me llamó la atención fue que
se pasó de puntillas sobre la investigación de la cámara fotográfica utilizada
en varios de los asesinatos. Es un modelo compacto que lleva en el mercado
apenas seis meses, carísima y que solo se vende en el país en dos tiendas muy
especializadas. Se han vendido trescientas veintitrés y todas, absolutamente
todas, se han pagado con tarjeta. El nombre de Iván Manzanos no aparece en
ninguno de los resguardos de compra de las tiendas. Esto es circunstancial y
puede tener otra explicación lógica, pero lo lógico era que ese nombre
apareciera-.
-Segunda duda. El grupo determinó la posibilidad de
que el asesino conociera personalmente a Alfonso Barros, basándonos en el
residuo de vómito que apareció en la escena del crimen. ¿Ha leído ese informe?-,
-Si, muy intuitivo, pero la aportación fue de usted
y de Conti, obvie la modestia, no la necesita conmigo-,
-Si, así fue. Bien, una de las cosas que manteníamos
es que lo que hizo perder la compostura al asesino fue la semejanza entre la
escena del crimen y una obra escultórica. Verá, una puede mirar mil veces el
retrato de la Gioconda en fotos, pero solo cuando se está frente al cuadro se
te arruga el corazón. E igual pasa con el resto de las artes, la obertura de
Carmina Burana, escuchada en un CD, puede motivarte, pero cuando la escuchas en
un teatro con orquesta en directo y coros, le ruego me disculpe, te meas en las
bragas. Estoy convencida de que solo quien ha visto La Piedad en persona, puede
llegar a sentir tanto la semejanza entre la escena del crimen y la obra, como para
llegar a perder la compostura. El problema es que Manzanos tenía fobia a volar,
y esa obra está a un montón de kilómetros de aquí. Eso me mosqueó, así que
logré el teléfono de su hermana, y después de que me mandase a tomar por el
culo unas cuantas veces me dijo que Manzanos nunca había estado en El Vaticano,
y que el arte se la traía floja. También es circunstancial, que le vamos a
hacer. Mi jefe, el inspector Navarro, mantiene que el desayuno le sentó mal al
asesino-,
-Lo tercero que me hace dudar son las pruebas en sí.
Mire, yo tengo un gato de pelo corto, y el bicho tiene la manía, cuando estoy
en el sofá tumbada o viendo la tele, de apoyar su cabeza en mi… estómago. El
caso es que acabo quitándome pelos del animal que se quedan prendidos en mi
ropa y dejándolos en el cenicero. Si aplicamos exactamente la misma lógica a
los asesinatos que a mi gato, el resultado es que los pelos que se le
desprenden al bicho se colocan solos en el cenicero o bien los pone el. Si en
el ejemplo del gato hubo una intermediaria, es decir yo, cabe la posibilidad
por muy remota que sea que alguien con acceso a un peine de Manzanos, en unos
vestuarios de un club como donde lo trincaron o algo similar, tomara y luego colocara
a propósito los cabellos en la escena del crimen para implicarlo. En cuanto a
la huella que hayamos, le recuerdo el sistema que utilizamos para obtenerlas.
Si nosotros no dudamos en el método, no veo razón para que un eventual asesino
no hiciera lo mismo, y además resulta curioso que solo apareciera una huella en
uno de los lados de la cajita de la tarjeta de memoria. Le juro que he
intentado una docena de veces coger una igual con un solo dedo, el gordo en
concreto como en la famosa huella, y debo de ser muy torpe pero todas,
absolutamente todas las veces se me ha caído, y por supuesto en ninguna he
logrado abrirla. Pero claro, eso también es circunstancial, puede que yo sea
muy torpe o Manzanos muy hábil-.
-De todas formas la mayor de las putadas en todo
este asunto ha sido el que el tipo se haya suicidado sin tener tiempo para
interrogarle. ¿Sabe señor, que le habría preguntado?, lo clásico, que si tenía
alguna coartada en su defensa. Desgraciadamente murió tan rápido que nos
quedamos sin poder interrogar, si es que lo hubiese, a quien él podría haber
dicho que podía testificar que en el momento de alguno de los asesinatos
estaban juntos. Como ya le he dicho, una putada, señor-. Marta dejo de pasear
por el despacho y se sentó frente al Director. Cambiando totalmente el tono
informal por otro seco y directo le dijo,
-Le he dicho al principio que como asesora me
sentiría con la suficiente libertad como para aconsejar o criticar a su
institución. Señor, permítame un consejo gratis. Hay periodistas que se
aburren, por no hablar de los teóricos de las conspiraciones que abundan en
internet. Puede que no hoy ni mañana, pero es probable que dentro de un tiempo
un periodista aburrido o un colgado de la red tengan las mismas dudas que ahora
tengo yo. Permítame señor que le aconseje que cierre todas las puertas, que lo
haga ya y que después tire la llave. Cúbrase el culo, señor, o tarde o temprano
alguien se lo acabará rompiendo-. El rostro concentrado y serio de Marta pasó a
modo sonrisa dando por finalizado el discurso.
El Director la miró muy serio unos instantes. Después
devolvió la sonrisa, tomó papel y lápiz, escribió un número y se lo pasó a
Marta.
-¿Le parece una cifra aceptable como asesora?-,
preguntó.
La muchacha miro el papel. El Director alucinaba,
¡estaba contando con los dedos!.
-Esta cifra no es la que usted tiene en la cabeza,
señor. Usted sabe que está dispuesto a llegar a ochenta y cinco mil al año-.
El Director se quedó sorprendido, después soltó una
carcajada y preguntó,
-Me rindo, ¿Cómo lo sabe?-,
-señor, ha escrito usted su primera oferta. Lo sé porque
está en el borde superior de la hoja. Como es cuadriculada he contado en grupos
de dos líneas y he supuesto que la diferencia entre ellas era de mil. He hecho
la media de su cifra y la última previsible, y el resultado es el que le he
dicho. Si usted hubiera tenido una cantidad fija en la cabeza probablemente la
habría escrito en el centro de la hoja, y posiblemente la hubiera encerrado en
un círculo o la habría subrayado, señor-.
El Director no podía dejar de sonreír. Ahora
entendía el porqué de la admiración de Arteaga.
-Está bien inspectora, trato hecho. Recupérese de
sus heridas. Despacharé con usted en treinta días… con su primera nómina sobre
mi mesa. ¿Le ha dicho alguien alguna vez que es usted una persona
sorprendente?-,
-sí señor. Mi novia me lo repite constantemente. ¿La
conoce?, es Ana Conti, trabaja aquí-.
Antes de que Marta saliera del despacho, el Director
no pudo contenerse y preguntó a Marta por su diente,
-lo cierto señor es que tenía cita con el dentista
ayer, pero si le soy sincera, estaba tan cagada de miedo que pasé de ir-, dijo
encogiéndose de hombros y poniendo cara de circunstancias,
El Director abrió uno de los cajones de su mesa,
rebuscó y sacó una tarjeta que entregó a Marta,
-es mi dentista, un auténtico genio. Dígale que va
de mi parte y le atenderá inmediatamente. Le garantizó que no se enterará de
nada. No vuelva sin ese diente, inspectora-,
-si señor-, dijo Marta muy seria. Al girarse hacia
la puerta el vuelo del vestidillo mostró sin ambages los muslos de la joven. El
Director se rascó la cabeza, “jaque mate, lo único que le ha faltado por
sacarme han sido dos euros para un helado. Encantadora, acojonante…, y demasiado
peligrosa para que ande suelta y sin bozal”, pensó.
Marta y Bea, la camarera, charlaban animadamente sobre
lo terrenal y lo divino cuando Ana entró en el bar,
-bueno nena, te dejo. Voy a ver si tengo una
servilleta limpia para que te seques la baba que se te está cayendo-, le dijo a
Marta evaluando como esta sonreía a Ana.
-¿Agua, Ana?-, preguntó la camarera mientras guiñaba
el ojo a Marta,
-si, gracias Bea, estoy seca. Hola guapísima-,
-¿Qué te ha pasado en el labio?-, dijo Marta,
tocando con el dedo el corte de Ana,
-creo que a Carlos no le sentó demasiado bien el que
le machacara las pelotas el otro día-,
-te dije que procuraras que no te dieran en la cara,
ahora parecemos cualquier cosa. Tú con el morro jodido y yo jodida entera. ¿Te
has vengado?-,
-creo que le estaban dando puntos en la oreja cuando
me fui, chillaba como una verdulera en la enfermería. Bueno, ¿Cómo te ha ido?-,
-puf, tenías razón. Cuanto más alto es el cargo más
cabrón el encargado. Le suelto el discurso que ensayamos, le acuso en su cara de
omitir pruebas y líneas de investigación, dejo caer que se han cargado a
Manzanos, y el muy estúpido no solo me va a pagar ochenta y cinco mil al año,
sino que además me ha dado la tarjeta de su dentista para que me arregle el
diente, hay que joderse Ana-, dijo Marta con tristeza,
-te lo dije, peque. De toda formas no te confundas,
esto es primera división, y como ya hablamos te quieren atadita por lo que
sabes, por lo que intuyes y por lo que en el futuro les puedas dar. Bienvenida
lo quisieras o no a “la casa”, donde es difícil entrar pero imposible salir. Al
menos estás en una buena posición, pero no tomes al Director por idiota. Juega
a su juego con tus cartas, pero ten en cuenta que es de los que no les gusta
perder. Tendremos que estar atentas por si me lo tengo que cargar, y vigilar a
Arteaga para que herede y no se nos agilipolle por el camino-.
-¿de verdad lo eliminarías si intenta jodernos?-,
-cariño, ya te he dicho varias veces que no se dice
eliminar, sino matar. Y si, ni lo dudes. En el mismo momento que intente
jugárnosla le meteré una bala en la sesera. Deberíamos ir proyectando como lo
hacemos para que no se nos note. Y ya estamos jodidas, concretamente desde que
dijimos que no había que matar al asesino, sino ridiculizarlo. Puedes apostar
el gato a que en cuando el Director oyó la grabación de aquella reunión empezó
a redactar tu contrato. Inteligente, intuitiva, cerebro de toda la puta
investigación, pareja de una de sus “eliminadoras” y lo que es imperdonable,
con escrúpulos. Cuando todo terminase era aquí como empleada de la casa o en la
embajada en China sellando visados por el resto de tu vida, o algo peor. Al
menos te has quedado más ancha que larga diciéndole todo lo que le has dicho en
su cara, y encima estamos forradas-,
-por cierto Ana, tenemos que ir de compras. Quiero
un vestido mucho más corto que este. En mi puta vida me he puesto una tanga,
que incomodidad por cierto, y hoy que quería hacerle un calvo al cretino ese el
vestido no se me ha subido lo suficiente. A poco más me mareo con el giro que
he dado para que cogiera vuelo-,
-¿por eso has estrenado hoy el vestido que te hice
comprar?-, dijo Ana después de una carcajada,
-te juro que lo tenía reservado para una cena
contigo, pero estaba justificado. Por cierto Ana, ¿eso qué noto es tu mano
sobándome el culo?-,
-si cariño, es como si no llevaras bragas, ¿Cómo
dices que va a ser el que te vas a comprar, muy corto?-.
Dos días después de su secuestro, Carmen Torres experimentaba
sentimientos tremendamente contradictorios. Por un lado estaba el miedo, la
humillación, la vergüenza y la impotencia. Y en contraposición a ellos la ira,
el ansia de venganza, la mala hostia de sentirse utilizada y el enfado consigo
misma por ese deseo latente que no conseguía doblegar ni reprimir. No había
dicho a nadie lo que había pasado, he intentaba sumergirse durante el día en la
rutina de su trabajo. A veces, cuando estaba sola, abría su bolso para
comprobar que el pañuelo seguía allí y que no había sido un sueño. Cuando
llegaba a su casa revisaba estancias, armarios y rincones en busca de algo
delator de presencias extrañas. El miedo marcaba el inicio del ritual, la
frustración era el final, y tras ella un cabreo profundo y visceral contra
aquel hombre, contra ella misma y contra el mundo.
No obstante, la reflexión sobre lo ocurrido se abría
poco a poco paso entre aquel barullo de sentimientos. Y la conclusión a la que
Carmen había llegado era que en aquel puzle faltaban piezas. El secuestrador y
asesino le había confesado su objetivo, así como los antecedentes o asesinatos
puros y duros, que según el habían sido necesarios para colocarla en la
posición “idónea”, pero había omitido el cómo lograrlo y cometido el inmenso
error de menospreciarla en lo personal y de sobrevalorarla en lo profesional, en
suma, de utilizarla. Era cierto que tenía el poder de asomarse a millones de
hogares y hablarles, tan cierto como que los medios a través de los que lo
hacía no eran suyos, y tanto como que quince minutos después de lanzar un
mensaje incendiario estaría despedida y amordazada de por vida por los
propietarios de esos medios, “mientras el mono haga cabriolas para el público
todo está bien, si el mono muerde se le liquida y se cambia por otro”. Carmen
no lograba adivinar el modo en que el asesino preveía que ella llegara a su
objetivo, pero intuía que el guión ya estaba escrito desde hacía tiempo, y que
algo iba a suceder para que ella estuviera en un momento determinado, en lugar
determinado, para cumplirlo. Si ese momento llegaba y si esa oportunidad le era
dada Carmen la aprovecharía. Lo había pensado detenida y detalladamente y era
lo que quería hacer, por convicción y por ambición. Si llegaba a lograrlo, su
deseo latente, el que la gente vería, no tenía sustancialmente diferencias con
el de ese hombre pues ambos coincidían en razonamientos políticos, aunque
evidentemente no en los métodos. En cuanto al deseo subyacente la cosa era
radicalmente diferente, si Carmen Torres llegaba a tener alguna vez el poder
suficiente, lo utilizaría para no dejar piedra sin remover hasta dar con ese
hombre de voz conocida a la que seguía sin poder poner rostro, y ajustar
cuentas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario